Si las noticias son falsas la historia no puede ser buena. Si las noticias son falsas la historia no puede ser cierta. Si las noticias son casi todas falsas toda la historia debe ser cualquier cosa. Mantra
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Dos borrachos, después de haber entrado en coma, le piden a la
Virgen un último favor. Un polígrafo, prendado de la novia de un
poeta enemigo, decide adulterar su correspondencia. A todo esto la
policía descubre un nido, se explica la moral del tránsfuga y la
fabricación de una moneda nacional. A propósito de su borrachera
ensaya una moraleja el narrador: "La puerta de Dios está siempre
abierta -dice- aunque sea que a la muerte se llegue en cuatro
patas."
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Saturnino Fernández, Héroe
por Ignacio Covarrubias, en Más allá, N° 27, Agosto de 1955.
El 12 de diciembre de 1956, Saturnino Fernández abandonó la redacción de
"Crítica", a las 18, y cruzó al "Whisky Bar", situado enfrente, donde
comenzó a beber a su salud, práctica que realizaba invariablemente desde
hacía 30 años. Por regla general, bebía dos o tres copas de caña, pasaba
después al vermouth y luego seguía ya con lo que se terciara. Alrededor de
la medianoche su lengua estaba estropajosa pero su mente, colmada de una
celestial serenidad, sentía que el cuerpo a que estaba atada era capaz de
realizar cualquier cosa.
En tan feliz estado de ánimo dormía hasta mediada la mañana, momento
en el cual desayunaba con un par de aspirinas y se preparaba para su
cotidiana labor de reportero. Era una vida metódica, si no mesurada, y con
tan singular régimen esperaba alcanzar los cien años de edad, basado en un
claro razonamiento de orden científico.
-Todo puede conservarse mejor por medio del alcohol.
Empero esa noche precisamente -la del 12 de diciembre- ofrecería
cambios singulares en su destino, le causaría la muerte y lo tornaría
célebre en la historia del mundo, marcando su nombre un hito entre el
pasado y el futuro y creando nada menos que el "Gobierno Mundial", esfuerzo
en el que fracasaran todos los teóricos y todos los políticos, desde
Alejandro Magno hasta Atila, desde Genghis Kan hasta el Mahatma Gandhi, con
diversos métodos.
Esa noche ocurrieron tantas cosas que resulta difícil narrarlas con una
cierta lógica. El 12 de diciembre, en Buenos Aires -y especialmente en la
avenida de Mayo- hacía un calor de todos los demonios. De todos los
demonios, en cambio, era el frío que hacía en Groenlandia. En la base
aeronaval del "Proyecto Bronx", punto indeterminado por la censura militar
del Pentágono, Washington, el piloto Dave Richardson emprendió vuelo en un
aparato de retropropulsión "Flash", de ocho turborreactores y capaz de
desarrollar "3 Machs", o sea, 3 veces la velocidad del sonido.
Ascendió verticalmente hasta 10.000 metros, aprisionado por el traje
compensador de presión, y aspiró el oxígeno de los tubos especiales en un
vuelo que habría de ser pura rutina, destinado únicamente a probar un nuevo
sistema descongelador del fuselaje.
Dave cruzó la barrera supersónica, invirtió los mandos y siguió
volando en línea recta y con rumbo este-nordeste mientras se comunicaba con
la base.
"Altura, 10.000; velocidad, 3 Machs; vuelo normal; temperatura
exterior, 36 grados bajo cero..."
Sus palabras llegaban monótonamente a la base cuando de pronto cambió
el tono de voz. Se hizo tensa la expresión, los que controlaban la prueba
oyeron exclamaciones impropias de un piloto en vuelo -máxime que en caso de
accidente podía morir con ellas en la boca, lo que no era recomendable para
el alma, ya que lo del cuerpo no tendría compostura- y pensaron en los
primeros momentos que el infortunado Richardson se había vuelto loco.
-¡Frente a mi proa, veo una nave extraña! ¡Creo que es un plato
volador! ¡Como aquellos de 1951! Se precipita hacia delante... ya no la veo
más... ¡Diablos! Otra... y otra... a 190 grados una formación.... son
docenas... el cielo está cubierto... acabo de esquivar una... tenía una
luminosidad celeste... una velocidad de 20 Machs... ¡qué barbaridad! ¡Eh,
hijo de perra... casi me arranca un ala! Están dejando caer algo. Parecen
copos de nieve... o algodón... No, parecen plumones blancuzcos... ¡Cuidado
abajo...! ¡Lancen la voz de alarma! ¡Alarma...!
No se lo escuchó más ni se lo volvió a ver. Dave Richardson, de
acuerdo a los historiadores, fue la primera víctima.
Lord Evanston, adventista del Séptimo día, era también abstemio además de
gobernador británico de Singapur. El 12 de diciembre de 1956 se encontraba
en la veranda de la casa de gobierno conversando con su esposa, mientras
ambos bebían un refrescante vaso de jugo de lima -importado de Inglaterra,
por supuesto- y comentando los sucesos del día.
-Creo que sir David debiera tener más cuidado con su personal. Me
parece que su nuevo ayuda de cámara es comunista y eso es peligroso, mucho
más en Malaya.
En ese preciso momento, eran las 23.1, cayó en el jardían de la
residencia una extraña lluvia de algo parecido a plumones blancos. Pero no
se trataba de materia inerte. Al caer, comenzaban a arrastrarse como si
fueran hojas empujadas por el viento y a formar montoncitos que poco a poco
tomaban una forma esférica del tamaño de una pelota de fútbol.
Lord Davidson quedó con la mano en alto, el vaso empuñado, la boca
abierta. Lady Davidson lo miró con espanto.
-¿Qué te pasa, darling...?
No pudo ella terminar la frase, inmovilizada a la manera de las
figuras de cera del Museo de madame Tussaud.
Tovarish Bulganin -dijo Molotov-, la situación es insostenible. Los
norteamericanos se arman y nosotros también. ¿Cuándo vamos a comenzar la
guerra? Creo que esta primavera sería lo más indicado. Nuestros depósitos
de bombas atómicas...
Bulganin sonrió con toda la boca, con buen humor y picardía.
Después se aproximó a una de las ventanas de doble cristal, del
Kremlin, para ver cómo caía la nieve en uno de los patios interiores. El
espectáculo lo atrajo en tal forma que no escuchó más a Molotov.
-Eh, Tovarish, ¿qué le pasa? -gritó Molotov.
-Mire... mire aquello...
Entre los copos de nieve, caían otros, algo mayores, lentos también,
pero se los veía a la luz de los reflectores encendidos para evitar toda
sorpresa, tomar una forma esférica y agruparse.
-¿Qué es eso? ¿Serán las nuevas armas que nuestro servicio de
informac...?
Ninguno terminó de hablar. Habían quedado petrificados. Eran las 23.6
de la noche del 12 de diciembre de 1956.
Esa noche, a las 23 en punto, hora local -¡siempre hora local!-, el
reelegido presidente de los Estados Unidos, Dwight Eisenhower -al grito de
"I like Ike again", "me gusta Ike otra vez"- estaba a punto de calzar las
pantuflas en su dormitorio de la Casa Blanca, mientras charlaba con su
esposa Mamie.
-Odio el invierno -dijo Mamie.
-Mamie, no digas eso -sentenció Ike-. Ojalá el invierno durara toda
la vida. Creo que en la próxima primavera las cosas comenzarán a marchar de
mal en peor. Cada vez que veo caer la nieve, me alegro.
Se ajustó el cinturón de la bata y antes de apagar la luz, acercó el
rostro a la ventana. Y allí quedó, pegado de narices al cristal empañado.
Mamie estaba recostada, en la cama, con los ojos abiertos y no notó nada.
Saturnino Fernández había llegado a un grado de beatitud por el cual pagaba
todo el dinero que podía percibir como reportero y cubría el saldo con su
propio hígado, porque la felicidad alcohólica exige un alto precio. Miró el
reloj. Eran las 23.9 -hora local, por supuesto-, cuando notó un revuelo
entre los parroquianos.
Oyó los gritos, vio correr a la gente de un lado al otro, mirando
hacia el cielo.
-¿Qué pasa?
De pronto, se acalló todo. Un ómnibus número 164 subió a la acera y
barrió con las mesas instaladas en ella. Hubo tres o cuatro muertos y
varios heridos. Nadie se movió. Los que sufrieron el impacto cayeron, los
demás quedaron inmóviles. Saturnino Fernández pidió una copa más al barman.
El barman -José Antonio López, español de 21 años, con 2 residencias en el
país- estaba con la cocktelera en el aire, ojos y boca abiertos,
sorprendido en el instante de mezclar un San Martín seco.
Por la avenida de Mayo comenzaban a verse unas extrañas pelotas de
plumón blanco. Saturnino se rascó la cabeza. Con paso inseguro, eso sí,
pero mente apacible, trató de levantar a un herido que no se quejaba aunque
le sangraba profusamente la cabeza. No lo logró. Pidió ayuda a un
transeúnte paralizado y éste no pareció oírlo.
Decidió entonces que debía afrontar la situación con calma. Retornó
al mostrador del bar, pasó por encima del mueble y tomó una botella de la
cual bebió un largo trago sin necesidad de usar el vaso.
-Eh... ¿Qué pasa?
Una voz aguardentosa desde el fondo, lo interpeló.
-Tráigame un trago, compañero.
Era un sujeto de barbas, con los ojos inyectados en sangre, el que
reclamaba algo más de bebida. Saturnino se unió al barbudo y ambos
terminaron de beber la botella mientras discutían la situación.
-Lo que me parece -decía el barbudo- es que vos estás muy borracho.
-Por cierto que lo estoy -respondió Saturnino-. Pero eso no me impide
ver esas pelotas blancas. Y toda la avenida de Mayo está paralizada. Nadie
se mueve. Debe ser alguna peste.
Saturnino, del brazo del barbudo, comenzó a recorrer la ciudad. Al
rato de andar, tomaron un automóvil, bajaron al chofer paralizado y lo
condujeron por turno. Ninguno de ellos era chofer avezado, pero cuando el
auto se detenía o se abollaba contra cualquier obstáculo, se apoderaban de
otro.
También detenían la marcha de vez en cuando para descender ante un
bar, con toda la gente paralizada, y apoderarse de algunas botellas,
reserva de combustible imprescindible. Hasta que poco a poco, con la lógica
de los ebrios consuetudinarios, llegaron a una aterradora conclusión.
-Oye, barbudo -dijo Saturnino-, ¿te das cuenta de que la ciudad está
paralizada?
-Me doy -respondió el barbudo con un laconismo hipante.
-Y que hasta ahora, ¿quiénes no han sido afectados?
-Nosotros dos.
-Además de nosotros, los demás que hemos encontrado aún en actividad
son los borrachos.
-Es cierto.
-De modo que... ¡salud!
Sin nada de la modareción homeopática, ambos siguieron un tratamiento
a fuerza de botellas. Y muy pronto relacionaron la paralización de la
ciudad con las bolas blancas que estaban en todas partes. En las calles, en
las plazas, en algunos balcones.
-Lo que tenemos que hacer es destruir estas cosas -decidió Saturnino.
Manos a la obra. Comenzaron en la plaza del Congreso. A puntapiés y
luego con un camión municipal barredor, hicieron una alta pila de bolas de
plumón y le prendieron fuego. La pila ardió magníficamente. Luego otra y
otra. A la madrugada, fatigados, proseguían su labor.
Pero habían reclutado a un centenar de borrachos que con paso
inseguro se dedicaban a la labor, estimulados por constantes tragos.
Saturnino y el barbudo iban y venían, de los bares más cercanos, a varios
puestos improvisados, reabasteciéndoles de bebidas. Y al cabo de dos días,
despejado un terreno aproximado de seis manzanas, vieron con estupor que
los paralizados comenzaban a revivir.
Quienes daban señales de movimiento eran enrolados de inmediato,
previa dosis de bebidas estimulantes y una vez bien borrachos, se los
lanzaba a la lucha.
La lucha, en Buenos Aires, duró nueve días, pues en proporción
geométrica, los grupos de Saturnino y el barbudo se convirtieron de
patrullas en regimientos, de regimientos en divisiones, de divisiones en
cuerpos de ejército. Se tambaleaban, hipaban, dormitaban un ratito, siempre
vaso en mano y armados con abundantes bebidas, continuaron su avance.
Conquistada la ciudad, se reconquistó el interior y se lanzaron
expediciones al resto del mundo.
En aviones que zigzagueaban, conducidos por pilotos ebrios, partieron las
fuerzas de choque de Saturnino enarbolando la bandera que ostentaba una
efigie de la Libertad con gorro frigio y una botella en la mano.
Llegaron a otras ciudades y otros países. Se liberó América primero,
después Europa; poco a poco, los hombres de la botella limpiaron al mundo.
En la Academia de Ciencias de París, en la Comisión de la Energía
Atómica de Estados Unidos, en el Centro de Investigaciones Lenín de Moscú,
se estudió el caso. Una comisión internacional de sabios dio su dictamen:
"Aparatos no identificados provenientes del espacio, lanzaron sobre
la tierra un material que no ha podido ser analizado totalmente, pero del
cual se guardan muestras, que paraliza la mente de los seres humanos. Con
tan simple armamento, los invasores hubieran podido apoderarse de la Tierra
fácilmente. No calcularon, en cambio, que las mentes de las personas
afectas al alcohol, quedaban por tal hecho inmunizadas a tales efluvios
nocivos. La sangre, con alto dosaje alcohólico, los preservó de caer
vencidos, su mente, acostumbrada a los vapores vínicos, pudo actuar a la
perfección."
Los historiadores gloriaron la figura magnífica del héroe y mártir
Saturnino, caído gloriosamente en la defensa de nuestro planeta, a
consecuencia de una cirrosis hepática, complicada en las últimas horas de
su agonía con las visiones apocalípticas de un delirium tremens de órdago.
Un mes más tarde, el 12 de enero de 1957, Bulganin y Eisenhower almorzaban
en "algún lugar de Europa". El vodka y el whisky corrieron, claro está,
como "preventivo" contra cualquier otra invasión. Pero de ese almuerzo y de
muchos otros surgió el Gobierno Mundial, se borraron las fronteras y ondeó,
junto a las banderas de todos los países, la bandera de la Libertad con la
botella.
La humanidad se había unido contra los invasores espaciales y
brindaba por la concordia y por la paz. Hubo, es cierto, una época de
grandes emigraciones en masa, pues muchas eran las personas que creían
vivir mejor allí en lugar de aquí.
Después se recuperó el equilibrio y todo marchó mejor. La mayor parte
de los presupuestos de guerra se destinaron a fabulosas destilerías y la
estatua de Saturnino Fernández, con su rostro ascético y su vaso alzado
hacia el cielo, como desafío a los desconocidos de otros mundos, está en
todos los lugares venerado y admirado.
Desde el lugar donde escribo estas líneas diviso su silueta en medio
de la plaza. Son las 23 y he terminado. Beberé media botella de whisky y me
marcharé a casa.
Primero tengo que estar algo alcoholizado, si no las patrullas
policiales me detendrán. La sobriedad es una infracción grave en nuestro
nuevo, pacífico, amable y magnífico mundo.
Bs. Aires, diciembre 12 de 1959.
(Escrito para el Boletín Internacional
de Estudios Históricos, edición destinada
a conmemorar a Saturnino Fernández,
Apóstol de la Botella.)
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